Respirar, exhalar, cerrar los ojos. Estos gestos mínimos podrían describir la actitud con la que conviene acercarse a El Juego de la Vida: no desde la urgencia de la mirada, sino desde la disponibilidad del cuerpo y la apertura de los sentidos. La instalación invita a un descenso del ritmo, a un estado de escucha que privilegia lo tenue, lo menor, aquello que habitualmente se escapa en medio de la estridencia contemporánea..
La obra se despliega como un territorio háptico y sonoro en el que el visitante no es mero espectador, sino co-creador. Al tocarse cada escultura se activan sonidos de agua, cantos de ballenas y vibraciones de cuencos, que se entrelazan con la música ambiente compuesta por el propio Arbiza a partir de sus respiraciones y latidos del corazón. Estos elementos conforman atmósferas que no irrumpen como espectáculo, sino que se ofrecen como resonancias vitales, íntimas y contenidas. Cada gesto individual –un roce, una presión, una caricia– abre un portal hacia otras dimensiones.
Arbiza introduce la noción de energía como un eje central de su proceso creativo. En sus palabras, la energía se manifiesta como vibración, como un pulso que atraviesa la materia y alcanza al espectador en forma de resonancia íntima. En este cruce entre lo visible y lo intangible, la obra adquiere una dimensión que excede la pura materialidad, invitando a experimentar la escultura no solo como objeto, sino como presencia que se expande en el espacio.
En este marco, cobran sentido citas como la de Jacobo Grinberg-Zylberbaum: “El universo es una matriz vibratoria donde todo está interconectado; cada pensamiento, cada emoción, produce resonancia en el campo total.” O también: “La red de la conciencia no es individual: cada experiencia personal es un nodo que participa de una gran trama colectiva.” Estas ideas, que dialogan con el pensamiento del artista, amplían el horizonte de interpretación y suman capas a la experiencia.
El carácter participativo se amplía con la escritura: cada persona deja una palabra nacida de su experiencia, proyectada en una nube cambiante que conforma una constelación colectiva. En este entrelazamiento, lo personal se transforma en coralidad, y la suma de voces revela un archipiélago sensible en permanente mutación.
Más que una obra para ser contemplada, El Juego de la Vida se constituye como experiencia. Es un jardín de sonidos, texturas y silencios en el que los sentidos se convocan simultáneamente: la piel explora, el oído se abre a matices casi imperceptibles, el olfato despierta memorias, la mirada interior se afina. Esta transversalidad de percepciones compone una improvisación viva, cercana al jazz libre, donde la belleza surge de la interacción entre visitantes, materiales y atmósferas.
Lejos de la grandilocuencia, la obra apuesta por la poética de lo menor. En tiempos marcados por saturaciones y excesos, su fuerza radica en la delicadeza de lo íntimo, en la intensidad de lo que apenas se insinúa. Aquí, lo frágil se revela como transformador; lo efímero, como portador de sentido.
En este contexto, la obra aparece como un oasis dentro del ruido, un lugar donde el tiempo se dilata y el presente adquiere densidad. Un territorio que no se agota en la contemplación visual, sino que se expande hacia una experiencia multisensorial, abierta, inacabada. En definitiva, El Juego de la Vida propone un ejercicio de atención y comunidad: un tejido de sonidos, palabras y silencios que nos invita a habitar juntos la intensidad de lo sutil, abriendo un paréntesis frente al ruido del presente.